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Calles Personales

El Ale

El Ale era un tipo que cuidaba los autos en la cuadra del local. Tenía todas las marcas de alguien que tuvo un vínculo muy estrecho con la calle. Es que laburar, y en alguno casos vivir, en la calle es terriblemente duro. Consumía drogas malas, tomaba escabio malo y comía cosas aún peores. Había perdido la mitad de los dientes por falta de calcio y la otra mitad por peleas. Tenía una cicatríz por cada abrazo que no tuvo.

Pero como siempre, con la cotidianeidad y un par de favores, nos fuimos conociendo y charlando. Me contó que tenía una hijita, que no lo dejaban verla por sus problemas de consumo y porque no tenía guita para pagar la cuota. De vez en cuando la convencía a la ex de que lo dejara verla un ratito y esa semana le cambiaba la cara, le brillaban los ojos, un poco de vida le volvía a habitar en el cuerpo. Después de esa visita siempre prometía el oro y el moro, pero las adicciones son una enredadera muy difícil de podar y al Ale no le salían bien esos cortes de tijera.

Los lunes eran los días más complicados con él, porque los fines de semana no había autos y se volvía al barrio. Los lunes, ese brillo que a veces tenía en los ojos se había convertido en una sombra extensa. Te miraba sin ver. Muchas veces llegaba al punto de desconocernos y armar bardo en la puerta del local por alguna pelotudés, como si nos pidiera ayuda para salir de ese pozo. Casi siempre lo acompañaba, una vez que volvía a la realidad, a un hospital cercano, donde lo revisaban y lo ayudaban a desintoxicarse un poco.

De martes a viernes, el Ale era un tipazo. Divertido, laburante, piola con la gente. A nosotros nos cuidaba, sin decirnos nada, como un código de respuesta. Estaba siempre atento al movimiento cercano, si veía algo raro nos avisaba, si veía a alguno relojeando o alguien se metía con algún negocio pesado en la cuadra los sacaba cagando.

Muchas veces lo veíamos mejor y realmente nos alegraba. Después de tanto tiempo, lo queríamos y queríamos que estuviera bien. Y estaba en un buen muy momento, llevaba varias semanas limpio, sin bardo, tranquilo. Pero volvió a ser lunes y fue el peor de todos.

El fin de semana había querido ver a la nena y no lo dejaron, entonces se fue al barrio y se la dio con todo. No conforme con eso, se picanteó con unos pibes que laburaban para un pesado. Ese lunes estaba dado vuelta, sentado en la puerta del garage del local, mientras nosotros laburabamos adentro. Cerca del medio día, escuchamos muchos golpes como si alguien pateara una chapa. Cuando reaccionamos, salimos del local y ahí estaba el Ale, lleno de sangre y sin entender que había pasado. Mientras le ponía un repasador en la cabeza para frenar la hemorragia, llamé al 107 y me dijeron que lo lleve al hospital directamente.

Nos lo colgamos en los hombros y lo llevamos a la guardia, que estaba a 30 metros. Esperamos hasta que lo ingresaron y nos dijeron que nos fuéramos. Sin saberlo, esa iba a ser la última vez que lo veía al Ale.

El corte y hematoma de la cabeza, que le hicieron los pendejos con los que se peleó el finde cuando lo cagaron a palos en la puerta del garage, fue lo primero que arreglaron los médicos. Pero ese golpe hizo que el cuerpo se vaya descompensando de a pedacitos, una parte por cada día en la calle. Esos años pasaron la factura toda junta y fue impagable.

Después de dos semanas en la clínica, el Ale se fue como vivió, intempestivamente.
Y con él, todos nos fuimos un poco.