–Buenos días, venimos de parte del presidente.
Los cuatro milicos que custodiaban la barrera de ingreso a La Perla se quedaron mirándonos incrédulos. No los culpo.
Fue el 23 de marzo del 2007. Esa mañana recibí un llamado que preguntaba: “¿Te animás a llevar a alguien hasta La Perla? Dicen que no la quieren entregar”. Dudé pero dije que sí, que iba a buscar un auto y que pasaba por el hotel de la persona que vino desde Buenos Aires.
En esa época todo era distinto. No existían las redes sociales, internet andaba a 512kb en el mejor lugar de la mejor ciudad, faltaban 3 meses para que saliera el primer iPhone y La Perla estaba en el medio de la nada. Para saber la verdad, había que ir hasta allá.
Me encontré con Nico, no me acuerdo su apellido pero trabajaba para el Duhalde bueno, en la secretaría de DDHH. Yo tenía 20 años y él, calculo, unos 25. Fuimos los dos solos. La misión que teníamos era entrar al ex centro clandestino de detención más grande de la provincia y meterles el pecho para saber qué estaban haciendo. La entrega del predio estaba pactada para el día siguiente.
–Dicen que están haciendo mierda todo.
–Que milicos de mierda– respondí. Ya estábamos entrando a la Ruta 20.
Nos miramos antes de bajar la ventanilla y nos entendimos al toque. Íbamos a hacernos los duros y a bancar la que nos tocara.
En ese contexto fue que los milicos se encontraron con dos pendejos, arriba de un auto, en la puerta de La Perla y que decían que venían en una “misión presidencial”. Uno de esos muñecos se metió en la garita, habló por teléfono y, después de un rato, dijo que nos esperaban arriba.
Arrancamos y, a medida que nos alejábamos de la ruta y nos metíamos por el camino que llevaba a los edificios, se nos helaba la sangre. En ese momento no dijimos nada, pero cuando nos fuimos más tarde, nos contamos del cagazo que tuvimos desde el principio.
Es que una cosa es ir a visitar Espacios de Memoria, estar en actos, discutir en contextos cotidianos, pero otra muy distinta es entrar a un ex centro clandestino de detención lleno de milicos. Da miedo, mucho miedo.
Cuando estábamos llegando, se veían todo tipo de movimientos. Maniobras coordinadas y ejecutadas como en las películas. Grupos de 4 o 6 milicos corrían en todas direcciones, otros cargaban cosas en un camión y otros nos esperaban. Había uno que sin dudas era el jefe (no conozco de cargos militares). Su ropa era distinta -más ornamentada-, era más grande y tenía más cara de culo. Lo vimos pegar un par de gritos, dar más órdenes y girarse para recibirnos.
–Que lástima que hayan tenido que venir por una pavada. Lo que pasó es que del galpón no salía uno de los vehículos y tuvimos que demoler la pared del portón para sacarlo. Pero eso nada más. Vengan conmigo.
Nos hizo señas para seguirlo y empezamos a caminar. Quedamos él, Nico y yo adelante y los otros nos seguían en un semi círculo. Con esa formación, fuimos al galpón y vimos que efectivamente habían sacado el portón y lo estaban poniendo de nuevo. El jefe dijo que no iba a haber ningún problema con la entrega y, cuando estábamos listos para volver al auto, nos dijo:
–Vengan, ya que vinieron recorramos el predio.
Y así fue que, rodeados de milicos, conocimos primero las oficinas y después la cuadra. Pasamos por cada uno de los cuartos que oficiaron de celda, de sala de tortura, de escena de crímenes atroces. Todo en su estado más natural. Veíamos las marcas en las paredes, los enchufes del año del orto, los cuartos sin ventanas, el aislamiento del lugar, los milicos que nos rodeaban. Todo daba terror, pero seguimos.
Después del recorrido nos subimos al auto y, mientras nos acercábamos a la salida, pude ver la sonrisa del jefe por el espejito retrovisor.
Nos fuimos con la misión cumplida y con la sensación de que habíamos aportado algo.
–Imaginate cuando le digas a tus amigos que estuviste acá. ¡No te va a creer nadie!– dijo Nico y nos empezamos a reír para ahuyentar el terror del cuerpo.
Al otro día, cuando Las Madres tomaron posesión del predio, los que teníamos una sonrisa éramos nosotros.