Mi vida está atravesada por el Rock. En el lejano 2001, a mis tiernos 14 o 15 años, fui por primera vez a un Recital o, como le dicen en el resto de Latinoamérica, Concierto. Por cuestiones del destino, tuve el privilegio de entrar a este mundo por la puerta grande, conociendo al pogo más grande del mundo. Es que mis dos primeros shows fueron Los Redondos en el Chateau y La Renga en La Vieja Usina, dos lugares emblemáticos que siguen existiendo pero llevan nombres diferentes. Ese infierno rojo de bengalas con Juguetes Perdidos y el temblor del piso, Tete tirándose adentro de unos muñecos inflables gigantes y simulando ser masticado mientras toca el bajo y suena Panic Show. Son cosas inolvidables.
La letra de las canciones, los acordes musicales, el ambiente, todo era rebelde. Ahora le pusieron nombre, le dicen “la cultura del aguante”, pero cuando estábamos ahí para nosotros no era algo clasificable, solo tal vez se acercaba a la palabra libertad. Sobre todo cuando escuchábamos:
“Y morir queriendo ser libre
Encontrar mi lado salvaje
Ponerle alas a mi destino
Romper los dientes de este engranaje”
Ya pasaron más de 20 años y cambiaron muchas cosas pero, cuando vi una toma aérea del recital de Divididos en Vélez justo cuando está en el clímax de un tema y se ven los círculos perfectos del Pogo a punto de estallar, me emocionó el corazón. Y no quiero mentir, hoy no me bancaría un Pogo como en aquellos años en los que era mi lugar. Eso de cargarse a una piba en los hombros y correr para adelante como si no hubiera un mañana, eso de chocar contra desconocidos a la velocidad de la luz, eso de rebolear cosas al aire sabiendo que nunca volverán a tocar el piso. Eso era hermoso, pero los años no vienen solos.
Ahora me convertí en un espectador de platea, eso que lo pibes miran con recelo porque no pueden entender cómo se quedan quietos. Nos juzgan sin saber qué estuvimos ahí y eso está bien, porque nosotros hacíamos lo mismo.
Sin embargo, no me quiero ir tan lejos del tema principal. Me quedé pensando en por qué me resultaba tan conmovedor una escena que a priori puede parece medio barbárica. No es solo la nostalgia, es otra cosa. Le di varias vueltas hasta que en un momento me di cuenta que es lo que me mueve las fibras internas.
El Pogo es necesariamente comunitario y colectivo. Cuando uno llega a la Zona de Pogo, se une a una comunidad organizada. Primero los brazos que agrandan el círculo, después el marcado del tiempo para ver cuándo estalla, los abrazos para equilibrar las fuerzas cruzadas y también la extrema atención de ver que nadie se caiga que quede pisoteado por todo el mundo. El Pogo es una ciencia. Pero además, para que todo esto ocurra, tiene que haber necesariamente más de una persona. Nadie puede hacer Pogo solo y eso lo diferencia de todas las otras expresiones musico-culturales.
Y pensando en eso, recuerdo los años ‘70 y ‘80, en donde el Rock andaba por los caminos clandestinos huyendo del terror. Y funcionaba exactamente igual. Un grupo de pibes, que disfrutan de la música, apiñados en comunidad y hablando de libertad.
Por eso, a los que nos gusta el Rock, nos cuesta un poco conectar con las nuevas formas de vivir los shows. Los teléfonos, la soledad acompañada, la individualización y segmentación del espacio. Cada vez hay menos comunidad, menos colectivo, menos libertad. Y sí, puede ser que esas cosas ahora se expresen en otros lugares que nosotros no vemos.
Pero dejenme decirles, desde esta platea aburrida y careta, que no hay nada como la Zona de Pogo.