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Loco un Poco

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Loco un Poco

Llamadas

Eran las cinco de la tarde de un domingo cuando sonó el teléfono. Era mi viejo desde Italia, donde estaba haciendo una maestría. Era raro, algo estaba pasando.

Hablamos trivialidades un par de minutos hasta que le pregunté abiertamente qué pasaba y me dio la noticia. Mi abuelo estaba internado. Juan Pérez -el auténtico- era un abuelo del corazón, el padre de la mujer de mi viejo, con el que formalmente solo me unía el gran cariño que nos teníamos. Recuerdo ese llamado porque fue la única vez que escuché llorar a mi papá, la única vez que lloramos juntos. Por teléfono, a más de 12 mil kilómetros.

Ahí comenzó el triatlón que me llevó a Buenos Aires en menos de 5 horas. Una carrera en auto al aeropuerto, un avión, un colectivo mal tomado, puteadas, un taxi, más puteadas y el hospital. Adentro estaba la mujer de mi papá (La Cristi), mis hermanos (medios hermanos dirían algunos), mis tías y yo. Cuando vi la escena, supe que iba a hacerme el duro, apelar al humor, tratar de que duela menos para todos.

Abrí la puerta de la habitación y lo encontré entre mares de cablecitos, agujas y tubos. Acaricié su mano mientras lo miraba, tratando de que no se me note la tristeza. Estábamos solos, así que no estoy seguro de que esto haya pasado realmente, pero en un momento abrió los ojos y me miró. En medio de la sorpresa, dibujó una sonrisa, balbuceó algo que no entendí por el tubo que tenía en la garganta y se volvió a dormir. Me quedé con una sensación de alivio inmensa. Tenía miedo de que no llegáramos a vernos.

Llevé a mis hermanos a casa y las hijas de Juan Pérez se quedaron en el hospital. Hice un par de chistes para que nos riéramos y nos acostamos. Esperé a que se durmieran, por esos gajes del oficio de ser hermano mayor, y después los seguí en el sueño.

Estábamos en el banco de una plaza, nos reíamos, me contaba de cuando iba a pescar a Mar del Plata, yo le contaba que estaba rindiendo materias para el colegio y nos abrazábamos. En ese tiempo que no sé cómo medir, nos abrazamos un montón de veces con Juan Pérez. Con el último abrazo me dijo: “Gracias por venir a verme, te quiero mucho”. Se levantó y se fue caminando para el lado donde se ponía el sol.

Me desperté a las tres y treintaicinco. Tenía la misma sensación de alivio que había sentido en el hospital. Los chicos seguían durmiendo tranquilos. Me levanté y, mientras tomaba agua, el teléfono volvió a sonar.